Amanda no quería un Trabajo de Verdad.

Y no es que fuera vaga. Que va. Nadie en su sano juicio la acusaría de perezosa. De hecho, si hay algo que le sobra es la energía, las ganas y la imaginación para hacer cosas, muchas cosas, y compartirlas con el mundo. El problema está en ganarse la vida con eso. Y ese es el principal logro de Amanda Palmer, antigua estatua humana, pianista, compositora, cantante, escritora, feliz esposa de Neil Gaiman  y, próximamente, madre: conseguir que la gente le pague por sus canciones, sus dibujos, sus historias y, bueno, básicamente, por ser ella misma.

Su carrera empezó como estatua humana: disfrazada de novia, con la cara pintada de blanco y una peluca, repartía flores a los viandantes a cambio de una moneda. Pero eso no era suficiente: Amanda tenía la sensación de que la gente la miraba, pero no la veía. Y ella quería que la VIERAN, en mayúsculas. Sí, puede que le guste un poco ser el centro de atención pero, ¿y a quién no? 
Así que montó una banda, y se aseguró de hacer todo el ruido posible con ella; desde luego a The Dresden Dolls se les puede acusar de cualquier cosa menos de ser discretos. Fueron ganándose a su público, fan a fan, pegando carteles en las farolas, primero, y a través de una lista de correo, después. Y en poco tiempo Amanda consiguió lo que creía que era su sueño: fichar con una discográfica. Ser una artista DE VERDAD.

No duró. Hubo varios roces, y las cosas fueron de mal en peor, hasta que la compañía sugirió retocar digitalmente los michelines de Amanda: les parecían poco sexis. Amanda se negó; no solo eso: le contó la historia a sus fans. Y sus fans iniciaron una Rebellyon que hizo temblar las redes sociales con fotos de tripas cerveceras, abdómenes fofos y pieles estriadas. Barrigas sexis, barrigas sin Photoshop.
The Dresden Dolls dejó a la compañía discográfica y decidió financiar su siguiente disco mediante una campaña de crowdfunding. Amanda necesitaba cien mil dólares para sacar adelante su proyecto. Consiguió un millón. Y de paso, puso el mundo de la música patas arriba.

El arte de pedir cuenta todo esto, y mucho más. Cuenta lo que es ser mujer en el siglo xxi. Habla de cáncer, de aborto, de tristeza y de lágrimas. Se deleita en la felicidad de enamorarse, de dar un abrazo, de compartir comida y techo con tus amigos. Desvela los complicados y sutiles lazos que unen al artista y a los fans, y lo que es vivir continuamente observada: la vida en directo a través de las redes sociales. Explica cómo puede sobrevivir la música en la era de internet, las descargas ilegales y los top manta.  Y, lo que es más importante, demuestra que la gente está dispuesta a pagar por la cultura, si se le permite.


Solo hay que pedirlo. 





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