El hombre que inventó el jazz

Jelly Roll Morton

Jelly Roll Morton

En muchas obras literarias o cinematográficas, dentro de un contexto de ficción aparecen también personajes que realmente han existido y que no siempre salen bien parados en ese relato imaginario. Eso fue lo que ha ocurrido con Antonio Salieri, convertido en un asesino primero por Aleksandr Pushkin, en su pequeña tragedia Mozart y Salieri, y luego por Peter Schaffer y Milos Forman, respectivamente guionista y director de la película Amadeus, inspirada a su vez en una obra teatral del mismo guionista.

También le ha pasado a Jelly Roll Morton, uno de los más importantes pianistas de jazz de todos los tiempos, presentado como un villano engreído por Alessandro Baricco en su monólogo teatral Novecento, llevado a la gran pantalla por Giuseppe Tornatore con el título La leyenda del pianista en el océano, película de la que hablamos ya hace cuatro años.

En un primer momento se puede suponer que los autores de esas obras se ensañan con estos dos grandísimos músicos por tenerles ojeriza y por cierta falta de documentación histórica. Sin embargo esto no es cierto en ninguno de los dos ejemplos, pues ambos tienen su explicación que se apoya en hechos o situaciones reales. En el caso de Salieri, ya lo contábamos en otro post, se debía a la demencia que sufrió el compositor italiano durante sus últimos años, por la cual se obsesionó con la idea de haber asesinado a Mozart.

En cuanto a Jelly Roll, cuyo verdadero nombre era Ferdinand Joseph LaMothe, realmente se caracterizaba por cierta soberbia y un egocentrismo tal que le llevó hasta a autoproclamarse “el inventor del jazz”, una afirmación que, más que admiración, le valió la antipatía y hasta las burlas de gran parte de sus colegas, además de las de muchos aficionados a este género musical. Por otro lado, lo que sí parece comprobado es que fue el primero en publicar una pieza de jazz, Jelly-Roll Blues, que grabó en 1924 en solitario con su piano y volvió a grabar dos años más tarde con su grupo Red Hot Peppers. Naturalmente estos rasgos desagradables de su carácter no restan un ápice a su valía como pianista y compositor, ni a la importancia que tuvo en el desarrollo del pianismo jazz, aunque sí explican la razón por la cual un intelectual de profunda cultura musical como Baricco (imprescindible su L’anima di Hegel e le mucche del Wisconsin, un ensayo sobre la relación entre músicos y público en la modernidad) eligió incluir en su monólogo a una persona real cuando todos los demás personajes son inventados, y encima para atraer sobre él todas las antipatías del público al enfrentarlo en un duelo musical con el tierno y cándido Novecento, el protagonista de la historia, interpretado magistralmente por Tim Roth.

Las tres piezas que toca Jelly Roll Morton en la película, interpretado por Clarence Williams III (quien por cierto es nieto de Clarence Williams, otro de los legendarios pianistas de jazz de comienzos del siglo pasado), son Big Foot HamThe Crave y Fingerbreaker, todas obras del mismo Jelly, aunque arregladas por Ennio Morricone, el autor de la banda sonora, ganadora de un Globo de Oro. En el siguiente vídeo podemos escuchar The Cravecuya partitura podéis descargar gratuitamente en la wiki del Proyecto Petrucci, que también ofrece la de la mencionada Jelly-Roll Blues― en la versión original del mismo autor.

Jelly Roll Morton, muerto hace exactamente 72 años, nos dejó muchas más grabaciones. En el canal generado automáticamente por YouTube con los vídeos subidos por los usuarios, actualmente hay 2.190 que contienen su música, algunas de las cuales son originales, como es el caso de la que citábamos anteriormente: The Original Jelly-Roll Blues en la versión de 1926 con los Red Hot Peppers.

La Leyenda del Pianista en el Océano

Maravillosa película en la que, de diferente manera, participan tres de los mejores exponentes de la cultura italiana actual: el monólogo teatral Novecento (1994) de Alessandro Baricco (Seda, City)  ha servido a Giuseppe Tornatore (el director de Cinema Paradiso, filme con el que ganó el Óscar y el Globo de Oro en 1989) para escribir el guión de la película, que él mismo dirigió. Dulcis in fundo, la música de Ennio Morricone, Óscar a la carrera en 2007, tras cinco nominaciones no premiadas. Morricone, que a sus ochenta años sigue en activo, es mundialmente famoso por algunas de sus más de 500 bandas sonoras, especialmente por las que le lanzaron a la fama: los spaghetti-western de Sergio Leone, con Clint Eastwood, rodadas en Almería. Pero no nos olvidemos de otras obras maestras de este compositor, como por ejemplo  Érase una vez en América, La Misión, Los intocables de Eliot Ness o Malena (estas últimas tres, nominadas para el Óscar).

Novecento, el protagonista de la película, nace y es abandonado en el transatlántico Virginian en la nochevieja entre los siglos XIX y XX. Adoptado por un maquinista y, a la muerte de éste, por el resto del personal del barco, demuestra desde muy pequeño una increíble e inexplicable habilidad como pianista. Al crecer, se une al resto de los músicos para tocar en la sala de fiestas y, siempre que puede, en tercera clase, donde tiene más libertad musical.

Estrecha una gran amistad con Max Tooney, trompetista, que, sin más ayuda que su instrumento, convence al capataz del barco para que le contrate (¡Cuando no sabes lo que es, entonces es Jazz!).

Novecento no desembarca nunca del Virginian, ni cuando llega a América, ni de vuelta a Europa. Sin embargo, su fama crece en todo el mundo, hasta el punto de que el gran Ferdinand Jelly Roll Morton, el “inventor del jazz”, se embarca para desafiarle a un duelo pianístico que Novecento, personaje tierno y cándido, no logra entender, aunque termina ganando.

Max intente convencerle de que baje, que la fama alcanzada en tierra firme le permitirá tener una vida estupenda. Sin embargo sólo consigue convencerle para grabar un disco, en el que toca inspirado por una muchacha que ve a través de una escotilla.

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Años después, Max tendrá una tarea bastante más difícil: retrasar la explosión que demolerá el Virginian, encontrar a Novecento y convencerle de que baje del barco.

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