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El sonido se puede clasificar únicamente en base a los cuatro parámetros siguientes: la altura (agudo o grave), la intensidad (fuerte o débil), la duración (largo o corto) y el timbre (qué o quién emite el sonido).
No hay más parámetros que analizar que estos cuatro: en esto coincidimos tanto los músicos como los físicos. En lo que nos diferenciamos es en la manera de analizarlos, que es bastante distintas dependiendo de si quien realiza la medición son los instrumentos del físico o los oídos del músico.
De hecho, mientras en el campo de la acústica, la rama de la física que estudia el sonido, se utilizan valores numéricos que cuantifican ciertas características de las ondas sonoras, como por ejemplo su amplitud o longitud, en música utilizamos sistemas cualitativos, algunos de los cuales son totalmente subjetivos: así, por ejemplo, los hercios se convierten en notas, escalas e intervalos, los decibelios en una serie palabras italianas, como forte, piano o crescendo, y los segundos en blancas, negras o corcheas.
El pasado otoño asistí al curso del ITE Flash para la enseñanza, cuyos materiales pueden descargarse libremente para su empleo autoformativo; como tarea final realicé la siguiente sencilla aplicación, cuya finalidad es representar gráfica y acústicamente esos cuatro parámetros para facilitar su comprensión al alumnado.
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El título no se refiere a la famosa canción de Simon & Garfunkel, sino a lo que oímos cuando hay silencio. Aunque esa afirmación parezca no tener sentido (si hay silencio no deberíamos oír nada), en realidad -eso ya lo vimos hace casi dos años- es imposible conseguir un silencio absoluto, ni siquiera entrando en una cámara anecóica en la que, con la atención y la salud auditiva necesarias, podríamos llegar a oír el latido de nuestro corazón, el fluir de la sangre por nuestras venas y arterias y ciertos zumbidos, más o menos fuertes, producidos por nuestros oídos.
Fuera de esa cámara -que propicia la audición de sonidos tan débiles de la misma manera en que la oscuridad de la noche en un lugar aislado permite contemplar millones de estrellas que serían invisibles en las calles de la ciudad- es muy improbable que podamos oír esos ruidos producidos por nuestro cuerpo sin la ayuda de ningún artilugio.
Sin embargo, hay un gran número de personas (se calcula que en España alrededor de 800.000) que oyen más o menos constantemente uno o más ruidos que no son emitidos por una fuente externa. El nombre de este fenómeno, que el diccionario de la lengua define como “Sensación auditiva que no corresponde a ningún sonido real exterior”, es acúfeno. También se conoce con su nombre latino: tinnitus.
Es muy normal tener ocasionalmente acúfenos de unos cuantos segundos -además de no constituir una gran molestia para quien llega a experimentarlos- y en efecto es muy raro encontrar a una persona que nunca haya oído uno. Por el contrario, la presencia frecuente o continua de acúfenos sí se considera como una patología, pues sus síntomas pueden perjudicar, además de al sentido del oído, dificultando la audición y la discriminación de los sonidos, también al estado de ánimo y a la vida social del afectado por este disturbio.
Aunque a veces los acúfenos aparezcan como secuela de una enfermedad o como efecto secundario (transitorio o permanente) de algún fármaco, la mayoría de ellos tal vez se deban a la exposición a ruidos muy intensos. De ahí la necesidad de evitar, en la medida de lo posible, toda situación de riesgo (sobre todo los ambientes ruidosos y escuchar música con volumen alto a través de auriculares) y de proteger el oído adecuadamente cuando esa exposición es inevitable, lo que ocurre en determinados trabajos.
Debido a que todavía no existe un protocolo único de tratamiento que garantice la curación de los acúfenos, esas medidas de precaución son muy importantes: como siempre, prevenir es mejor que curar.
Para profundizar en el tema: Asociación Española de Hiperacusia y Acúfenos (AESHA), Unidad de Acúfenos e Hiperacusía del Hospital Quirón de Madrid (acufenos-info), Nuevas terapias para acúfenos (Suplemento Salud del País).
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He estado buscando inútilmente en Internet el antónimo de la palabra anecoico, cuya definición, según el DRAE, es “Capaz de absorber las ondas sonoras sin reflejarlas”. Mi deseo era conocer una palabra con la cual definir mi Aula de Música, un espacio que, al revés de lo que pasa con una cámara anecoica, es absolutamente incapaz de absorber las ondas sonoras, reflejándolas totalmente desde una superficie a la otra. Los únicos que absorbemos los sonidos somos mis alumnos y alumnas y yo: lo malo es que la mayoría de esas ondas nos entra por las orejas, machacándonos sin piedad todo el aparato auditivo, el sistema nervioso y, debido a la necesidad de incrementar la intensidad de nuestras voces, el aparato fonador.
Si encontrara una razón de consuelo al compartir desgracias (menos mal que no la encuentro, que si no, como dice el refrán, sería tonto) me daría diariamente una vuelta por las demás aulas, los espacios en los que el alumnado pasa la mayor parte de su tiempo: todas tienen unas condiciones acústicas de auténtica pena. Y quiero subrayar que no estoy reivindicando las condiciones ideales para hacer música, sino las condiciones mínimas para trabajar eficaz y saludablemente en cualquier asignatura.
Cabe señalar que mi centro es de construcción muy reciente, siendo éste su segundo año de funcionamiento. Entonces, si se ha construido en 2008, en pleno siglo XXI, ¿por qué razón se ha construido tan mal desde ese punto de vista (o mejor sería decir de oído)?
En realidad no sé dar una explicación, pero se me ocurren varias razones, todas lamentablemente absurdas. Vamos a formular algunas hipótesis.
Hipótesis 1: ni siquiera se llegó a plantear la necesidad de que las aulas tuvieran una buena acústica.
Parece realmente muy difícil de creer, ya que se supone que tanto los que encargaron la obra como los que diseñaron el proyecto considerarían la importancia de que el edificio reuniera las características necesarias para desenvolver eficazmente la función para la cual se construye, esto es, reunir más de 3 decenas de personas durante 6 horas diarias en un espacio cerrado y de dimensiones muy ajustadas para realizar una cantidad muy variada de actividades que producen sonidos (e, insisto, no me refiero sólo a la clase de Música, sino de todas las asignaturas) y a la vez necesitan un ambiente tranquilo que favorezca la concentración. De todas formas, para no descartar totalmente esta hipótesis, he de decir que en más de una ocasión he estado en teatros de reciente edificación en los cuales es necesario emplear un sistema de megafonía para que el sonido llegue a todos los espectadores, lo que supone una vuelta atrás de más de 2.500 años.
Hipótesis 2: se planteó esa necesidad y se intentó satisfacerla, pero el resultado fue diferente al deseado.
Creo que esta hipótesis es todavía menos creíble que la anterior: no hacen falta grandes conocimientos de acústica arquitectónica para afirmar que la construcción de una aula en la que se pueda dar clase de una manera digna y saludable es bastante más sencilla que la de un teatro. Dicho de otra manera: no creo que existan arquitectos tan malos como para equivocarse tanto.
Hipótesis 3: se decidió abaratar costes de construcción renunciando conscientemente a conseguir unos espacios que cumplieran correctamente su función sin poner en peligro (y, en muchos casos, perjudicar) la salud auditiva, vocal y psíquica de alumnado y profesorado, además de la eficacia del trabajo y la convivencia en las aulas.
En esta época en que la especulación, la corrupción y la mala administración han destrozado la economía pública hasta el punto de que tengamos que contemplar impotentes unos injustos recortes sociales y salariales, es muy probable que se haya decidido limitar el gasto sobremanera, empleando los materiales menos adecuados y dejando el trabajo a medio acabar (baste comentar que los techos son de hormigón visto), ignorando conscientemente las consecuencias que dicha decisión iba a tener en la funcionalidad de la obra terminada.
Si las razones fueran las contenidas en las primeras dos hipótesis, habría alguna esperanza de que la Junta de Andalucía se implicase en la enmienda del error y procurase no repetirlo en el futuro. Sin embargo, estoy convencido (aunque abierto a que se me demuestre lo contrario) de que la causa de que nuestras aulas no reúnan las condiciones adecuadas para su función es la de la tercera hipótesis, lo que alimenta mi pesimismo sobre una solución rápida y eficaz a este grave problema.
Seguramente habrá alguien que, leyendo estas líneas, piense que estoy exagerando un poco y que el problema no es tan grave como lo describo. De hecho hay mucha gente, demasiada, que no está concienciada de los problemas fisiológicos, psicológicos y sociales que puede provocar la contaminación acústica y minimiza o hasta ironiza sobre estos riesgos a los que estamos sometidos diariamente tanto el alumnado como el profesorado.
Para intentar hacerle cambiar de idea describiré alguna escena frecuente en mi centro: si dos o tres niños charlan en voz baja al fondo del aula no consigo entender lo que me dice un alumno que esté a mi lado y si me dirijo a ellos para pedirles silencio tengo que hacerlo gritando porque si no no me oyen; una compañera (de Lengua, no de Educación Física) ha optado por utilizar un silbato en el aula justamente para evitar gritar: si no sigo su ejemplo es porque temo más los problemas auditivos que los foniátricos; cuando escuchamos música, ésta siempre va acompañada como mínimo del ruido que las sillas (plegables) hacen con cualquier pequeño movimiento de los que las estén utilizando; cuando cae una flauta al suelo (lo que ocurre varias veces al día), el ruido es tan fuerte que la sensación que percibo es muy molesta y a veces hasta llega a ser dolorosa; los mismos alumnos/as se quejan del ruido que les acompaña constantemente durante las 6 horas y media que permanecen en el instituto.
¿Soluciones? No se me ocurre ninguna. Espero recibir algún comentario con ideas cuya realización sea posible dentro del contexto económico en que vivimos.
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