La frase para dejar de ser una víctima

Todos hemos sido víctimas en algún momento de nuestras vidas.

A mí también me han robado e intimidado.

Hubo una vez que me pegaron un puñetazo en la cara cuando me robaron 500 pesetas (para los más jóvenes, unos 3 euros).

Tuve un moratón en el ojo que me duró semanas. Yo tenía 13 años.

No me dieron más porque siempre he sido muy rápido corriendo.

Ese día corrí aún más rápido.

Para colmo, me pasó a 1 minuto del portal de mi casa.

El trauma no fue pequeño. Como que me daba un poco de miedo salir de casa.

Estuve un par de días sin ir al colegio, pero mi madre me decía: no puedes quedarte en casa para siempre.

Es muy típico, pero tenía toda la razón..

¿De qué te sirve encogerte en un rincón? La vida son hostias, y lo importante no es aprender a evitarlas, porque es imposible.

A ver, no seas kamikaze y seas un imán de hostias, pero la realidad es que, aunque no quieras, la vida siempre está preparada con la mano abierta. Es inevitable.

Por eso lo importante es saber gestionar las hostias. Llámalo hostias, llámalo frustraciones. Lo que quieras.

Porque esa es la verdadera diferencia de la persona que consigue lo que quiere con la que no: su capacidad de recibir la hostia, reponerse y volver al redil.

Si yo me hubiese hecho la víctima el día en el que un profesor de canto se rió de mí, no estaría aquí escribiendo esto.

Muchas de las personas a las que he ayudado habrían acabado en sus manos, él se habría reído de algunos, y puede que algunos que hubiesen hecho las víctimas.

Perdón. Me estoy conteniendo. La gran mayoría se habrían hecho las víctimas, porque somos débiles por naturaleza.

Pero cuando realmente quieres algo, gritas fuerte “que te jodan” y sigues tu camino. No te amedrentas.

Que sí, que yo también tengo miedo muchas veces. Grita “que te jodan” y a devolverle las hostias a la vida, que también tiene cara.

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El día en el que golpeé a mi profesor con una silla

Mi amigo Albert, que lee este blog, ya se estará riendo…

Sólo leer el título de este correo sabe exactamente qué historia voy a contar.

Pero yo me acuerdo de otra historia que tiene que ver con una baqueta de batería y un ventilador lleno de polvo a toda potencia.

Pronto contaré esa historia también.

Una historia que demuestra que a veces es mejor tener enemigos que amigos.

Al grano.

Año 1.999 en el Instituto Joan Pelegrí, Barcelona. Yo tenía 15 años.

Eran las 8 de la mañana, no recuerdo de qué día, pero hacía frío. Supongo que sería enero, porque estaba empezando a amanecer.

A primera hora teníamos lengua catalana, con el demonio/profesor Cubero. Un cabronazo de esos que se dedican a la enseñanza cuando deberían haber sido cobradores de impuestos.

Todo el mundo le tenía miedo. Hasta el más gamberro de todos.

El caso es que yo no tenía silla (las habían movido) y tenía que pasar por detrás de Cubero para coger una.

Aún no habíamos empezado la clase y todo el mundo estaba hablando. Había mucho ruido.

Total, voy, cojo la silla, me la subo a la cabeza con la mala suerte de poner el respaldo hacia abajo en vez de hacia arriba.

Paso por detrás de Cubero de nuevo y… ¡¡¡BOOM!!!

Noto que la silla choca con algo, pero no me enteré de con qué. Me extrañó que todo el mundo se callara de golpe, pero seguí mi camino hasta mi sitio.

Silencio sepulcral…

Me siento y veo a Cubero con la cabeza entre las manos y encima de la mesa. Algo helado recorrió mi espina dorsal de arriba a abajo.

Tío, le has abierto la cabeza con la silla.

Ya me podía dar por muerto.

Fui como un loco a pedirle perdón (realmente me sabía mal), pero gritó que me sentara y empezó la clase con normalidad.

Al día siguiente los compañeros de otras clases que lo tuvieron me dijeron que tenía el ojo derecho lleno de venas rojas.

En el cambio de clase, a la hora siguiente, no sabía cómo pero todo el instituto lo sabía.

Campañaaaa, ¡craaaack! – Cómo te has pasado con el Cubero, ¿eeeeh?

¿Por qué? Porque todo nadie soportaba a Cubero.

De repente todo el mundo sabía quién era yo, y además me llamaban por mi apellido (señal de respeto).

Nada nombres de pila, nada de apodos (como aquel al que llamaban «Culo de pera» porque rimaba con su apellido).

Siempre pasé desapercibido, hasta ese día… aunque no me siento orgulloso, por poco me gustara Cubero.

¿Por qué te cuento esta historia?

Esta entrada del blog no es para los que cantan. O al menos no directamente.

Es para las personas de alrededor de los que cantan.

He visto mil veces cómo familiares y amigos machacan a los que cantan. Da igual si lo hacen bien o si lo hacen mal. Siempre tienen algo malo que decir

Así que a esas personas les digo: no seas un Cubero.

Siendo un Cubero no ayudas a nadie. No se “es un cabrón” para ayudar a los demás.

Si eres un Cubero, la gente se alegrará cuando sufras.

En vez de eso, conviértete en el apoyo que la gente necesita. Esto no quiere decir pintar todo de color de rosa. Si hay que decir verdades, adelante.

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El día en el que casi me muero

Era un día como otro cualquiera. Mi familia y yo habíamos ido a visitar a mis abuelos.

El día transcurría con total normalidad, o al menos no recuerdo que pasara nada especial.

De repente, me entraron ganas de hacer pis y fui al lavabo.

Todo bien… hasta que llegó el fatídico momento… no era capaz de abrir el cerrojo de la puerta del lavabo porque no llegaba para abrirlo (no sé cómo lo pude cerrar).

Estaba encerrada en una habitación pequeña, sin salida.

¿Qué iba a comer? ¿Dónde iba a dormir?

Estaba desesperada. No sabía qué hacer, así que hice lo mejor que puede hacer una niña de esa edad para solucionar sus problemas: llorar con todas mis fuerzas.

Si nunca te has quedado dentro de un lavabo sin posibilidad de salir cuando eras niño, no entenderás el miedo que pasé.

¡No te estoy hablando en broma! Te lo digo de verdad. Auténtica desesperación.

Mi abuelo oyó mis berridos y vino a ver qué pasaba. Se lo expliqué entre sollozos, con toda la desesperación posible, pero él no perdió la calma.

Es más, empezó a decirme qué tenía para salir.

Me preguntó si veía algo en donde subirme para poder abrir el cerrojo, pero yo estaba nerviosisima y lo único que podía ver era mi final. No había nada en ese lavabo que me pudiera salvar el pellejo.

Había tenido una buena vida… feliz. La verdad es que podía haberme conformado con eso.

Pero mi abuelo me dijo si podía ver la báscula, acercarla a la puerta, subirme y abrir el cerrojo.

Entre lágrimas y mocos lo intenté, ya resignada a pasarme ahí toda la vida (o lo que me quedaba de ella).

Me subí a la báscula, me subí y… abrí el cerrojo sin mayor problema.

Esa frustración que viví de niña, los adultos también la vivimos. Nos ofuscamos con algo y no vemos más allá.

Lo veo CADA DÍA con los cantantes. No llegan a esa nota aguda y se desesperan, intentan lo mismo una y otra vez, golpeándose contra un muro, con pura desesperación.

“No lo voy a conseguir nunca” son palabras que oigo a menudo en esos momentos.

En ese momento me convierto en el abuelo de esa persona, no pierdo el control, y les guío para que encuentren esa báscula.

Y de repente vuelves a tener toda una vida por delante.

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Mi alumna me miente a la cara

El otro día estaba hablando con mi alumna Piluca. Teníamos que hacer una reunión en inglés (otro día te cuento más de esto, que no quiero irme por las ramas).

Como supondrás, con Piluca hablo en castellano. La conozco desde hace unos años ya, y siempre hemos hablado en castellano.

Mi nivel de inglés no es increíble, pero es lo suficiente para mantener una conversación. Como normalmente la gente tiene un poco más de dificultad con el inglés (normalmente por pura falta de práctica).

Le dije: ¿cómo te desenvuelves con el inglés? Si quieres te puedo ayudar traduciendo la conversación.

Y me contesta: bueno, me defiendo.

Total, llegamos a la reunión… nos saludamos todos y la conversación empieza.

¡¡La madre que me…!! ¡¡Pero si habla un inglés perfecto!! Me dicen que es nativa y me lo creo.

“Me defiendo”, dice… ¡ja!

Y te aseguro que no es falsa modestia. Ella lo piensa de verdad. Es una persona muy sincera.

Yo me quedé un poco loca con el asunto, pero me hizo pensar…

Me hizo pensar en todas esas personas que conozco por primera vez y me dicen: no… yo no sé nada de canto… nunca he hecho nada, ni he estudiado, … ni siquiera sé nada de música.

Y luego lo hacen mejor que algunas personas que llevan años y años cantando.

¿No me crees? Hay una explicación.

Nadie canta perfecto. Todos tenemos cosas que mejorar, pero es más que eso. Todos tenemos que mantener la voz sana, desde un punto de vista técnico.

Un cantante que lleva años cantando, si no conserva una buena técnica, tendrá fallos. Por pocos que sean, se van acumulando en el tiempo, y eso deja huella.

Imagínate, un cantante puede tener temporadas de 7 conciertos a la semana, y que cada concierto dure varias horas. El primer día puede que lo aguantes, pero el segundo ya empiezas a notar que tu voz no está bien.

Y cuando llega el séptimo, lo único que quieres es que acabe pronto para estar 2 o 3 días sin hablar, recuperarte lo mejor que puedas y volver a empezar.

Alguien que no ha cantado nunca no tiene esos problemas. No tienen toda esa fatiga acumulada y esos malos hábitos tan arraigados.

Por otro lado, como no han estudiado nunca canto, asumen que lo que han hecho hasta ese momento está mal.

A veces es así, pero normalmente la gente se infravalora y hacen muchas cosas bien de serie. No han instalado aún malos hábitos.

¿Hay trabajo por delante? Sí, claro que sí. Pero puede que estés haciendo muchas cosas mejor de lo que piensas, y puede que tu voz dé mucho más de sí.

Incluso si ya eres profesional.

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«Si no tienes oído, olvídate de cantar»

Es muy cansino cuando recibimos ESE correo/WhatsApp/etc: no todo el mundo puede cantar. El que no tiene oído no vale.

Esta gente que se cree que tienen un don especial me da vomitera. Son esas personas las que tienen que pisar a los demás para progresar en sus vidas.

Esas que si se hunden, tú te vas a hundir con ellas.

Hace años me ponía de los nervios cada vez que alguien me decía tonterías como esa.

Hoy en día lo que leo en sus mensajes es: tengo un miedo terrible de que lo que dices es verdad porque, si es verdad, significa que esta facilidad para el canto que tengo desde nacimiento no es algo único, algo que me hace especial.

La verdad es que cuando utilizo mi parte del cerebro que es más humana (no mucho más), me da un poco de pena (en el buen sentido). Me sigue encabronando, porque hunden a los demás, pero también me da pena.

Estas personas, cuando ven cantar a alguien que desafina, inmediatamente recurren al “no tiene oído para cantar”.

La realidad es que el oído de estas personas suele funcionar bien, como mucho necesitan acostumbrarse a la música (especialmente si son personas adultas que no han tenido mucho contacto con la música).

El problema no es el camino que va del oído al cerebro.

El problema es el camino que va del cerebro a la voz.

La gente que desafina al cantar, tiene el problema de que no sabe con su voz reproducir la música que tiene en la cabeza.

Es como ese capítulo de Futurama en el que Fry quiere tocar el Holofonor. Tiene una música increíble en su cabeza, pero sus manos son tan torpes que no pueden reproducirla. Es mi capítulo favorito.

Y creo firmemente que este es el principal motivo por el que la gente no canta, ya que para mejorar el camino del cerebro a la voz hay que cagarla mucho.

Hay que desafinar mucho, escuchar lo mal que suena tu voz una y otra vez, mientras intentas entender qué tienes que hacer para que tu voz suene bien.

Es un camino jodido. Lo conozco muy muy bien.

Aunque es perfectamente lógico, no ayuda que sólo se oiga cantar a gente que ya lo hace bien (si cantan mal no se suben a un escenario ni suben vídeos a Internet), porque nos hace pensar en binario: o lo haces bien o lo haces mal.

Y si eres cantante profesional, esto también te lo vas a encontrar cuando quieras entrenar zonas de tu voz que no hayas entrenado nunca.

El camino del cerebro a la voz para esa zona no está construido. La vas a cagar, vas a desafinar, y vas a sonar mal.

Pero al final, vale la pena.

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