Cuenta la historia que una noche que interpretaba esta sonata, el escenario de un auditorio repleto de admiradores estaba preparado para recibirlo. La orquesta entró y fue aplaudida. El director fue ovacionado. Pero cuando la figura de Paganini surgió, triunfante, el público deliró. Paganini coloca su violín en el hombro y lo que sigue es indescriptible. Blancas y negras, fusas y semifusas, corcheas y semicorcheas parecían tener alas y volar con el toque de aquellos dedos encantados. De repente, un sonido extraño interrumpe el ensueño de la platea. Una de las cuerdas del violín de Paganini se rompe. El director paró. La orquesta paró. El público paró. Pero Paganini no paró. Mirando su partitura, él continuó extrayendo sonidos deliciosos de un violín con problemas. El director y la orquesta, admirados, vuelven a tocar. El público se calmó, cuando, de repente, otro sonido perturbador atrae la atención de los asistentes. Otra cuerda del violín de Paganini se rompe. El director paró de nuevo. La orquesta paró de nuevo. Paganini no paró. Como si nada hubiera ocurrido, olvidó las dificultades y siguió arrancando sonidos imposibles. El director y la orquesta, impresionados, vuelven a tocar. Pero el público no podía imaginar lo que iba a ocurrir a continuación. Todas las personas, asombradas, gritaron un “¡OOHHH!” que retumbó por toda aquella sala. Una tercera cuerda del violín de Paganini se rompió. El director paró. La orquesta paró. La respiración del público paró. Pero Paganini no paró. Como si fuera un contorsionista musical, arrancó todos los sonidos posibles de la única cuerda que quedaba de aquel violín destruido. Ninguna nota fue olvidada. El director, embelesado, se animó. La orquesta se motivó. El público partió del silencio hacia la euforia, de la inercia hacia el delirio. Paganini alcanzó la gloria. Su nombre corre a través del tiempo. Se cuenta que en el siglo XIX, hizo un pacto con el diablo para, a cambio de su alma, convertirse en el más grande violinista de su tiempo.