“… La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin. Los otros músicos lo miran con asombro, el maestro con sorpresa y respeto, el público suspira, se estremece, el velo de piedad que nublaba la mirada aguda de águila es ahora una lágrima. El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa…”
de Las intermitencias de la muerte de José Saramago (16/11/1922 – 18/6/2010)
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