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2n / 3r ESO
Los instrumentos musicales han cambiado mucho con el paso del tiempo, perfeccionando su sonoridad para adaptarla a salas de concierto y teatros de tamaño cada vez mayor, consiguiendo sonoridades más plenas, timbres más ricos y matices más finos de los mismos instrumentos de hace algunos siglos, y proporcionando al ejecutante una mayor ergonomía y una mejor respuesta del instrumento a sus intenciones, lo que ha permitido la evolución de la técnica instrumental.
Se podría objetar que eso no es del todo cierto en el caso de los violines, pues los instrumentos italianos de hace tres o cuatro siglos (Stradivari, Guarneri o Amati, sólo por dan tres nombres) suelen ser superiores en todos esos aspectos a cualquier violín moderno, pero hay que tener en cuenta el hecho de que para mantener esa superioridad han necesitado de retoques sustanciales (por ejemplo, la altura del puente y la inclinación del mástil).
Sin embargo, al igual que todas las medallas, esas innegables ventajas técnicas y estéticas derivadas de las modificaciones de los instrumentos musicales tienen un revés: la música antigua interpretada con instrumentos modernos suena bastante diferente de lo que escuchaban los contemporáneos de sus respectivos autores, no sólo por el volumen y el timbre, sino también porque las nuevas posibilidades ofrecidas por el desarrollo técnico de los instrumentos musicales, junto con el natural cambio en los gustos de intérpretes y público, han producido grandes cambios en el estilo con el que se tocan esas obras.
Con el fin de recuperar esas sonoridades, hace más de medio siglo surgió un movimiento que solemos llamar historicismo, basado en una rigurosa investigación de todo tipo de fuentes documentales y contrapuesto al tradicionalismo, que consiste en seguir las líneas marcadas por la tradición de los grandes intérpretes.
Las polémicas de los partidarios de una u otra diferentes visiones de cómo hay que acercarse a la música del pasado, a veces muy agrias, nunca me han interesado: creo que, aunque se basan en dos planteamientos muy diferentes, ambas tienen razón de existir por la lógica de sus argumentos principales, que son por un lado la búsqueda y el máximo respeto hacia las intenciones musicales del compositor y la práxis ejecutiva de la época y, por el otro, el derecho del intérprete, como sujeto creativo, a imprimir su personalidad a cada obra. Por eso escucho con gran admiración a intérpretes pertenecientes a ambas corrientes, siempre que sean buenos.
Ayer lamentablemente nos dejó uno realmente excelente, uno de los más importantes exponentes del historicismo musical, es más, uno de los pioneros y auténtico referente universal de ese movimiento: el clavecinista, organista, director, musicólogo y docente holandés Gustav Leonhardt. A sus 83 años hacía tan sólo un mes que se había despedido de los escenarios con su último concierto público.
Lo vamos a recordar con un fragmento de una película en la que participó en 1968, Crónica de Anna Magdalena Bach, no sólo como músico, sino también en calidad de actor, interpretando el papel -y naturalmente la música- de Johann Sebastian Bach. El fragmento contiene la impresionante cadenza de clavecín del primer movimiento de Concierto Brandeburgo nº5.
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