Con Giuseppe Verdi me pasó lo mismo que posiblemente le pasaría a muchos españoles y españolas de mi edad con Manuel de Falla: es uno de los pocos compositores de los que he conocido su cara antes que su música, pues cuando yo era pequeño su efigie decoraba los billetes de mil liras. No sabía quién era, aunque parecía evidente que algo tenía que ver con la música por el arpa presente en la otra mitad del billete. Quizás por eso mismo su aspecto me intrigaba, así que, preguntando e investigando, muy pronto pude poner sonido a ese rostro, relacionándole con algunas melodías muy famosas de las que era capaz de tararear los primeros compases con cierta precisión a pesar de desconocer de qué se trataba. Hablo de piezas tan célebres como el brindis de la Traviata o la marcha triunfal de Aida.
El reverso del billete estaba relacionado de manera muy cercana con el anverso, mostrando el exterior de un edificio mundialmente conocido como uno de los grandes templos de la ópera, el Teatro alla Scala, situado en el corazón de Milán e inaugurado en la segunda mitad del siglo XVIII. En las tablas de su escenario se estrenaron algunas de las óperas más importantes de Verdi, entre las cuales figuran títulos muy presentes en las carteleras de los teatros líricos más importantes del mundo, como Nabucco, Otello o Falstaff.
Hoy es un día muy importante para los aficionados a la ópera en general y a la música de Verdi en particular, ya que celebramos el bicentenario de su nacimiento, tal como ya hicimos hace unos meses con otro peso pesado del teatro musical, Richard Wagner.
De hecho, durante este 2013 ha habido innumerables homenajes a estos dos músicos, coetáneos y aún así tan diferentes, que dividieron a los melómanos de la época en dos bandos enfrentados de manera aparentemente irreconciliable. Por un lado los verdianos rechazaban las complicadas articulaciones melódicas y estructuras armónicas del alemán, así como su misticismo, prefiriendo las melodías del italiano ―de líneas sumamente expresivas y acompañamientos totalmente libres de artificios armónicos o rítmicos― que se adaptaban perfectamente a la profunda humanidad de los personajes de sus óperas; por el otro los wagnerianos despreciaban la sencillez de la estructura musical, considerándola simplona, y la fragmentación de la acción, todavía anclada ―aunque en proceso de progresivo abandono― en la estructura de recitativo (sección en la que la línea melódica es más bien declamativa, utilizada para avanzar con la narración de la historia) y aria (momento lírico en el que la acción se interrumpe para permitir a los personajes expresar sus sentimientos a la vez que a los cantantes demostrar su virtuosismo).
El aria no siempre era para un único solista, llamándose, según el caso, duetto, terzetto, quartetto, etc. Además de los solistas, en todas las óperas verdianas participan más cantantes, cuyos nombres no aparecen en el programa de mano: el coro, cuya función normalmente es introducir, aderezar o rematar un aria. Sin embargo hay algunas páginas de las partituras verdianas en las que el coro asume un protagonismo indudable, tanto como para arrancar a menudo aplausos a escena abierta, y a veces hasta el bis, tal como ocurrió con Va’ pensiero, el coro de los esclavos hebreos presos en Babilonia de Nabucco, dirigida por Riccardo Muti hace dos años y medio en el Teatro dell’Opera de Roma. Antes de empezar la repetición, el director lamentó el enésimo recorte a la cultura. No inserto el vídeo, me limito a enlazarlo por dos razones: 1) abriéndolo en YouTube es posible leer la traducción al español de las palabras de Muti y 2) prefiero insertar el siguiente por ser subtitulado al español.
He arreglado esta obra para tres flautas dulces sopranos (se dividen a partir del compás 18) para que mis alumnos y alumnas de 4º (y todos los que lo deseen) puedan aprender a tocarla, a ser posible antes de que termine este año verdiano.