Han pasado 196 años desde el nacimiento de Giuseppe Verdi y creo que no hay mejor manera de celebrarlo que brindar con su música, tocando una de las melodías más famosas que nos ha dejado, Libiamo ne’ lieti calici, de la escena del brindis de La traviata, posiblemente la más significativa de las óperas verdianas. El compás de vals, los amplios saltos de la melodía y las frecuentes y rápidas notas de adorno llenan esta música de una alegría despreocupada y contagiosa.
La he arreglado para flauta dulce para darle alimento a mis insaciables alumnos y alumnas, que no tienen suficiente con las dos horas semanales de clase y quieren flauta hasta en los recreos. Y yo, obviamente, no voy a renunciar a disfrutar de su música.
Hoy es el 174º aniversario del nacimiento de Camille Saint-Saëns, un compositor francés que, entre muchas otras, escribió dos obras programáticas que con frecuencia suenan en las aulas de música: El carnaval de los animales y Danza macabra.
La primera de estas dos composiciones, tal como anuncia su título, tiene un programa zoológico: se trata de una suite de catorce movimientos dedicados a otros tantos “animales”: las comillas son porque, entre leones, tortugas, canguros, burros y otros bichos, Saint-Saëns incluyó fósiles e incluso ¡pianistas!, estos últimos representados como cuadriculados ejecutantes de ejercicios técnicos repetitivos y aburridos. Desde luego era una broma jocosa e irónica que de ninguna manera tiene que sentarle mal a los intérpretes de este precioso instrumento.
El compositor no relacionó con ningún animal el último de estos 14 fragmentos, cuyo título es “casualmente” Finale. Sin embargo, sí lo hizo la factoría Disney cuando lo incluyó en la película Fantasía 2000 para acompañar a unos flamencos jugando con un yoyó.
Buscando en YouTube he encontrado otro dibujo animado realizado sobre la otra obra de Saint-Saëns citada anteriormente: la Danza macabra. En realidad, más que de un dibujo se trata de un stop motion hecho con plastilina (técnica consistente en moldear este material tomando fotogramas tras cada pequeña modificación para aparentar el movimiento). La autora, irlandesa, se llama Sheila Graber.
Las imágenes cuentan una historia que se aleja un poquito del programa original de este poema sinfónico, que es el siguiente: en un cementerio, a las doce de la noche, la muerte despierta a los difuntos al son de su violín y les hace danzar frenéticamente hasta que, al llegar la luz del día, éstos vuelven aprisa a sus tumbas.
El 4 de octubre de hace 27 años Glenn Gould fallecía en su ciudad natal, Toronto, en Canadá, a causa de un íctus al que sólo sobrevivió una semana. Acababa de cumplir los 50 años y, a pesar de haber interrumpido su carrera concertística en 1964, año de su última actuación pública, llevaba una intensa actividad musical, consistente sobre todo en la grabación de discos y programas de radio y televisión.
La técnica extraordinaria de Gould le permitía tocar con extrema rapidez (cuando era necesario) sin renunciar a claridad y limpieza de sonido. A eso contribuía su manera de sentarse: estaba siempre muy bajo con respecto al piano, utilizando, en vez de un taburete regulable u otro tipo de asiento específico para su instrumento, una pequeña silla con las patas recortadas, conservada actualmente en la Biblioteca Nacional de Canadá.
La contrapartida era la limitada potencia del sonido que podía conseguir, por no poder aprovechar todo el peso de los brazos. Pero eso no era un problema por el tipo de música que prefería tocar, y cuyas interpretaciones han pasado a la historia. Me refiero a la música de Bach, y sobre todo a las Variaciones Goldberg.
No sólo su manera de sentarse al piano salía de lo habitual: hay más cosas que le valieron a Gould la consideración de excéntrico, como por ejemplo su manera de abrigarse, independientemente del calor que hiciera, por miedo a resfriarse, o su imposibilidad a resistirse a canturrear mientras tocaba, lo que traía de cabeza a los técnicos de sonido para que no saliera su voz en las grabaciones, cosa que raramente conseguían.
Aún así, sus discos son de un valor musical y artístico, además de histórico, inconmensurable. Una de estas grabaciones, el Preludio y fuga nº1 del Clave bien temperado de Bach, está viajando por el espacio interestelar, en la Voyager I, contenida en un disco de cobre revestido de oro que incluye este y otros logros de la actividad humana, a modo de tarjeta de visita para eventuales extraterrestres que pudieran encontrarla.
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