“Cats”, el musical que revolucionó la Historia del teatro británico (Parte III), por Guillermo Názara

A continuación os ofrecemos la tercera y última parte del artículo que nuestro autor invitado Guillermo Názara (@MrNazara) ha realizado para los lectores de La brújula del canto. Podéis leer la primera y la segunda parte pulsando en los enlaces: 1a parte2a parte.

Hacía semanas que había comenzado la cuenta atrás. Tanto Andrew como sus compañeros eran conscientes del descomunal reto al que se enfrentaban. Las expectativas tanto de la crítica como del público acerca de una musicalización de los gatos de T.S. Eliot eran, cuando menos, desalentadoras. No importaba si se trataba de una estupidez propia de un loco o de una genialidad que se escapaba a la comprensión de la mayoría; la cuestión es que nadie les apoyaba. Aquel proyecto tenía todas las papeletas necesarias para hundirse; y con él, la carrera del compositor y de aquellos que habían respaldado su iniciativa. Si había algo que preguntar sobre aquella producción era por qué seguir adelante.

No obstante, Lloyd Webber no estaba dispuesto a rendirse, no al menos hasta ver su nueva obra estrenada. Las sesiones de casting ya habían empezado, pero al igual que las noticias que circulaban sobre el montaje, el proceso estaba siendo extremadamente arduo; gran parte de los actores británicos no estaban lo bastante preparados como para poder enfrentarse a una pieza que exigía danza, canto e interpretación sin interrupciones durante más de dos horas. Contaban al menos con una estrella, Judi Dench, quien había accedido a encarnar a la taciturna Grizabella. Sin embargo, la persona más importante del elenco, al menos para Andrew, todavía estaba por llegar.

Durante las pruebas, una joven y atractiva bailarina –quien tras haber sido vocalista de uno de los grupos pop más exitosos de finales de los 70, quería iniciar su trayectoria en el teatro- se presentó como miembro del ensamble. No obstante, aunque sus dotes para moverse superaban con creces el nivel que requería musical, su voz no había logrado impresionar a los productores. 

No es de extrañar que la artista se llevara una gran sorpresa cuando, horas después, el propio Andrew Lloyd Webber la llamó con la intención de hacerle una audición privada en su apartamento a la mañana siguiente. Si bien aquella reunión supuso un gran cambio en su vida profesional –había conseguido el rol de Jemina y, con él, el comienzo de una prolífica carrera en el West End-, también lo fue en la personal; pero, en este caso, lo fue para ambos. Poco después de aquel encuentro, Andrew le pediría el divorcio a su mujer -y madre de sus dos primeros hijos- para, posteriormente, casarse con la que durante años sería su musa, Sarah Brightman.

Pero haber redescubierto el amor no serviría para paliar la incesante sensación de agobio que se había apoderado de todos los miembros del equipo. Y si el desencanto de los intérpretes no era suficiente para acabar con cualquier esperanza de que el show pudiera salir bien, los creadores se toparon con un nuevo obstáculo poco antes del preestreno; Judi Dench se había partido el ligamento durante los ensayos y no se recuperaría hasta semanas después de que la obra abriera. Parecía que el destino intentaba por todos los medios evitar que el proyecto avanzara.

Angustiado por el miedo a perder su reputación, Andrew pidió ayuda a la única persona que sabía que podría sustituir a una actriz emblemática tan y, además, capaz de hacerlo en tan poco tiempo. Elaine Paige había alcanzado fama mundial tras haber originado el papel de la líder peronista en Evita, un absoluto éxito sin precedentes escrito por el propio Webber y su actual pareja, el letrista Tim Rice. Cuando le preguntaron si podía colaborar para evitar que la producción se hundiera por completo, su respuesta fue muy clara: “Si Andrew me necesita, allí estaré”.

Días después, comenzaron los preestrenos. Por primera vez, el público londinense podría ver –y sobre todo, juzgar- aquel polémico trabajo que durante tanto tiempo había abducido a Andrew totalmente. Pero todo el esfuerzo que tanto él como sus compañeros habían depositado en la producción parecía haber sido completamente en vano: si algo tenía que salir mal en la función, lo haría por partida doble. 

Ninguna representación se libraba de tener que hacer como mínimo un parón por avería técnica y, pese a la fidedigna recreación que John Napier había diseñado –con todos sus elementos hechos a escala según el punto de vista de un gato-, la escenografía no había logrado calar al público; o al menos, eso parecía. Cameron Mackintosh nunca olvidaría el momento en el que, en mitad del segundo acto, un espectador vociferó la palabra “basura” en medio del espectáculo. Aunque teniendo en cuenta que el hombre había bebido de más y la obra está ambientada en un vertedero, quizás no era un mal comentario.

No obstante, los autores todavía tenían un problema pendiente por resolver. Si bien aquel conmovedor solo compuesto para Grizabella había hecho que William Lloyd Webber vaticinara que su hijo se haría millonario, los creadores ni siquiera eran capaces de visionar su título. Fueron cuatro las versiones de las letras que se escribieron para aquella canción. Incluso el director, Trevor Nunn, había adaptado un viejo texto de T.S. Eliot, a fin de conservar el mismo estilo de poesía durante todo el show. Sin embargo, la prima donna de la obra no estaba dispuesta a reproducir sus versos, convencida de que lo correcto sería defender la propuesta de Tim Rice; lo de la cuestión emocional lo dejaremos a un lado.

De todas formas, Andrew era consciente de qué elección debía tomar. Poco después del estreno, aquella evocadora canción trataría sobre los recuerdos de un pasado grandioso y el miedo a enfrentarse a un decadente presente, tal y como Eliot ya había reflejado con su pluma décadas atrás. 

Y al igual que esa melodía, desde su apertura Cats se ha quedado incrustado en los recuerdos de miles de personas de alrededor de todo el mundo. A pesar de su turbulento aterrizaje en la escena londinense, la obra pronto se convirtió en un fenómeno de masas, que durante años dominó el West End y Broadway posicionándose como el musical más duradero del mundo. 
Una vez más, la crítica –quien había asegurado que se trataba de un espectáculo vulgar, sin argumento y ninguna carga intelectual- se había vuelto a equivocar a la hora de predecir el éxito de un musical; y con ella, los prejuicios de que los británicos no eran capaces de crear buenos dance musicales habían llegado a su fin. Quizás Cats no era el producto que los más asiduos al teatro estaban dispuestos a consumir, pero si el show por el que montañas de espectadores pagarían por verlo una y otra vez. Tal y como Mark Steyn escribió en el Observer, Cats era algo que ‹‹no le gustaba a nadie, salvo al público››.



Los comentarios están cerrados.