"Vuelve a casa evitando las líneas rectas, procurando que sus pensamientos y sus pies trabajen al unísono.
La ciudad ha recobrado una apariencia de orden: vuelve a ser posible caminar con el espejismo de que el mundo es un lugar seguro. La tarde va quemando los reflejos.
Al atravesar una de las hormigueantes peatonales de Sanchome, se topa con un cuarteto de cuerdas. Dos muchachos y dos muchachas con aspecto de estudiantes, concentrados en tocar con la mayor delicadeza. Como si toda Tokio estuviese escuchándolos. O acaso, se corrige Watanabe, con la libertad de saber que nadie los escucha. Ralentiza el paso sin darse cuenta, hasta rozar la quietud.
De golpe, al fondo de la peatonal, irrumpe una ambulancia. La sirena rebota de un lado a otro como una bola de pinball. Se abre un surco en el gentío. El joven cuarteto se afana en seguir tocando, a pesar del ruido que empieza a devorar las cuerdas. Esas cuerdas frotadas cada vez con más convicción, cada vez más fuerte, cada vez más en vano.
La sirena pasa junto a la música y la eclipsa. Los brazos de los músicos trazan perpendiculares inaudibles, sus dedos trepan por los mástiles igual que marineros en la tempestad.
La ambulancia se aleja. Poco a poco, la partitura emerge. Las olas del gentío vuelven a reunirse.
El señor Watanabe no reanuda la marcha. Se queda ahí, con una pierna alzada en forma de corchea, escuchándolos tocar.
Cuando concluye el movimiento de la pieza y también el del pie, él ya ha confirmado una decisión que, en algún sentido, ha estado posponiendo toda su vida."