Recordando a Grieg

Hace unos meses hablamos de Edvard Grieg con ocasión del aniversario de su nacimiento. Hoy volvemos a este compositor noruego porque es el aniversario de su muerte, ocurrida hace 104 años en su ciudad natal, la pintoresca y fascinante Bergen.

Bergen city centre and surroundings Panorama

En la época de Grieg, en toda la periferia musical (y por periferia entendemos lo que no fuera Italia, Alemania o Francia, países que hasta ese momento prácticamente mantenían un auténtico monopolio de la música culta y la exportaban a los demás) se desarrollaron escuelas musicales que enriquecían la tradición clásico-romántica con las melodías y los ritmos propios del folklore local. Grieg fue el máximo representante en su país de esa corriente emancipadora, incluyendo, además de esos elementos propiamente musicales, también otros extramusicales, entre los cuales están las evocaciones del paisaje de su tierra -sobre todo en sus piezas breves para piano- y la literatura poética y dramática de Bjørnson y de Ibsen.

Y a propósito de este último, volvemos a su Peer Gynt, obra teatral para la que Grieg escribió la música de escena de la que extrajo posteriormente dos suites. Entre los números contenidos en la primera de estas suites, además de En la gruta del rey de la montaña, de la que hablamos en la entrada a la que nos referíamos al comienzo, está La muerte de Aase (Aase es la madre de Peer), un increíble ejemplo de cómo se puede conseguir un intenso lirismo sin utilizar ni una melodía expresiva per se ni efectos tímbricos, más allá de las sordinas con las que toca la sección orquestal de cuerda, mientras los demás instrumentos permanecen en silencio. Si miramos la partitura notaremos cómo consigue Grieg compensar la escasa consistencia de la melodía con una sólida estructura armónica, cinco voces que llegan a duplicarse en la frase más intensa, que no es en realidad sino la segunda reiteración de la frase inicial (la primera se presenta en la dominante de si menor, la tonalidad del comienzo).

De la misma manera que alcanza progresivamente y casi de la nada esa impresionante tensión, Grieg la relaja hasta anularla con repeticiones a la tónica y a la dominante (esta vez inferiores) de un motivo descendente y cromático que utiliza el ritmo del anterior. El efecto es de una terrible melancolía y una profunda resignación.

No sólo la armonía, sino también la dinámica, anotada con sumo cuidado entre el pianissimo y el mezzoforte, es clave para conseguir ese emocionante resultado, la descripción musical de un dolor tan íntimo e intenso que difícilmente se puede describir con palabras. Escuchémolo en la interpretación de la Oslo Camerata.

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Alfred Deller, contratenor

Las voces humanas adultas se suelen clasificar en femeninas y masculinas. Cada uno de estos dos grupos principales se suele dividir en tres por sus registros. Desde el agudo al grave, las femeninas son: soprano, mezzosoprano y contralto, mientras que las masculinas son: tenor, barítono y bajo.

Esta división esquemática -aún siendo sumamente práctica y más que suficiente para clasificar la casi totalidad de la música vocal de los últimos dos siglos y la gran mayoría de la anterior a ese período- no recoge en realidad todas las posibilidades.

Con la técnica adecuada, utilizando de la mejor manera las diferentes cajas de resonancia que tenemos en el pecho y en la cabeza, sin las cuales las vibraciones de las cuerdas vocales serían inaudibles, es posible para un varón adulto ampliar su registro hacia el agudo, más allá de las poco más de dos octavas en las que suele moverse la voz masculina, con el resultado de conseguir cantar las notas que son más propias del contralto o del mezzosoprano y, excepcionalmente, hasta del soprano.

Obviamente, las consecuencias de tal uso de la voz humana no afectan sólo a la altura de los sonidos, sino también al timbre, pues la voz masculina que quiera alcanzar las notas propias de registros femeninos deberá utilizar intensivamente los resonadores de la cabeza y hasta el falsete. Por el efecto que produce, la voz de cabeza también viene definida como registro de tensión, pues adquiere de esa manera un mayor dramatismo del que tiene en el más empleado registro de pecho, de una manera similar a la que ocurre con los instrumentos musicales. Veamos, por ejemplo, dos instrumentos de cuerda frotada: el violín, construido para producir sonidos agudos, tiene una caja de resonancia muy pequeña, que amplifica las notas agudas otorgándoles un timbre brillante y cristalino. El violonchelo, por el contrario, está fabricado para ejecutar sonidos graves, con una caja de resonancia adecuada para esa función. Los sonidos agudos de éste también existen, como sonidos graves, en aquel. Si comparamos una nota aguda del violonchelo con la misma nota en el violín percibiremos una tensión bastante mayor en la primera, pues la vibración procede de una cuerda gruesa y corta (debido al efecto del dedo del ejecutante), mientras que en el violín la misma nota se obtiene con la vibración de una cuerda mucho más fina y, aunque parezca extraño, larga.

Volvamos a la voz humana: hoy en día se acepta el término contratenor para definir al varón que canta en un registro femenino, aunque en su etimología esa palabra sólo definía una voz que contrapuntaba la voz del tenor, da igual si con registro más agudo (contratenor altus) o más grave (contratenor bassus). Por eso, otros términos para definir a estos cantantes, posiblemente más correctos aunque menos empleados debido a la gran difusión del otro, son contraltistas o sopranistas, dependiendo de su ámbito vocal.

Tras siglos de abandono de esa figura musical, eclipsada por las estrellas del canto lírico, el contratenor volvió a imponer su presencia en el mundo musical en la segunda mitad del siglo XX, gracias a Alfred Deller, uno de los protagonistas del redescubrimiento y de la difusión de la música antigua ejecutada según praxis de la época.

Deller, que recordamos hoy por ser el 32º aniversario de su muerte, fue miembro del coro de la catedral de Canterbury hasta que formó, en 1948, su propio grupo, el Deller Consort, que, tras la muerte de su fundador está dirigido por el hijo de éste, Mark.

En la siguiente grabación podemos oír la impresionante voz de Deller, tan rica en matices que consigue sorprendernos en cada nota y, a veces, hasta en medio de un mismo sonido, que transforma enriqueciéndolo con su gran expresividad. La música es The Plaint, una aria de la ópera The Fairy Queen de Henry Purcell.

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Allons enfants de la Patrie

Jean-Pierre Houël. Prise de la Bastille

Jean-Pierre Houël. Prise de la Bastille (PD Wikipedia)

Las letras de los himnos nacionales, cuando existen, suelen estar cargadas de un patriotismo que, fuera del contexto en que han surgido, parece cuanto menos incómodo y políticamente incorrecto. Ya lo vimos cuando hablamos del himno nacional alemán, de cuya versión oficial se suprimieron ciertas referencias a las fronteras de la época de su composición, que, sonando a reivindicación, herirían hoy en día la susceptibilidad de
un buen número de países vecinos y amigos.

En el caso de La Marsellesa, compuesta por Rouget de Lisle en la noche entre el 25 y 26 de abril de 1792 y adoptada como himno nacional por Francia hace exactamente 216 años, el texto está tan vinculado al contexto bélico original como para causar recelo no sólo entre los foráneos (sobre todo los austríacos, sus enemigos en la guerra que acababa de empezar) sino también entre muchos franceses que no se reconocen en un texto que en muchos momentos incita a la violencia.

Sin embargo, tal como ocurre con toda la literatura, máxime la histórica, suele haber un esfuerzo de contextualización por parte del lector (o del oyente) para evitar emitir juicios de valor precipitados. En ese momento, Francia acababa de iniciar la revolución que renovó Europa, eso sí, a costa de una terrible violencia que se justificaba -y se sigue no sólo justificando sino admirando por el heroísmo que conllevó- por luchar hasta acabar con un sistema político y económico basado en la injusticia y las desigualdades sociales.

Este concepto ya lo había dejado claro más de un siglo antes otro francés, Jean de La Fontaine, en su fábula Les loups et les Brebis, que narra cómo los corderos, que habían firmado la paz con los lobos, fueron exterminados al cabo del tiempo por los lobeznos ya crecidos que no respetaron el pacto suscrito por sus padres. La moraleja de esta fábula, anotada por Igor Stravinsky en la partitura de su ballet Jeu de cartes, nos recomienda:

Qu’il faut faire aux méchants guerre continuelle.
La paix est fort bonne de soi;
J’en conviens; mais de quoi sert-elle
Avec des ennemis sans foi?

Hay que luchar sin tregua contra los malvados.
La paz es muy buena de por si;
Estoy de acuerdo; pero de qué sirve
Con unos enemigos desalmados.

Una simple fábula basta para dejar bien claro que, al fin y al cabo, aparte de las referencias a los hechos y a las nacionalidades concretas, el texto de La Marsellesa sigue teniendo una alarmante actualidad. El pacto tácito que ha ido manteniendo la paz social durante tantos años se está desintegrando y ha aparecido una nueva horda de lobos feroces bajo un eufemismo, los mercados, que pretende ocultar la violencia que este colectivo de especuladores sin escrúpulos ejerce contra el pueblo, contra los trabajadores y trabajadoras, arrebatándole el fruto de sus esfuerzos, contra los y las jóvenes, destruyendo sus proyectos de futuro, contra estados enteros, doblegados frente a esos auténticos terroristas financieros con la connivencia de sus gobiernos que, por incapacidad o por interés, producen con sus actuaciones una cada vez mayor desigualdad social y utilizan a las fuerzas de policía contra los que se atreven a pedir justicia en vez de contra los causantes de las injusticias.

Dejemos entonces de contextualizar y leamos La Marsellesa como si fuera lo que es: un texto tristemente intemporal:

Que veut cette horde d’esclaves,
De traîtres, de rois conjurés?
Pour qui ces ignobles entraves,
Ces fers dès longtemps préparés?
Français! pour nous, ah! quel outrage!
Quels transports il doit exciter!
C’est nous qu’on ose méditer
De rendre à l’antique esclavage!

¿Qué pretende esa horda de esclavos,
de traidores, de reyes conjurados?
¿Para quién son esas innobles trabas,
y esas cadenas tiempo ha preparadas?
¡Para nosotros, franceses! ¡Oh, qué ultraje!
¡Ningún arrebato debe exaltarnos!
Es a nosotros a quienes pretenden sumir
De nuevo en la antigua esclavitud.

Ojalá los gobernantes de todo el mundo cambien de rumbo y hagan lo que se espera de ellos: trabajar para el bien del pueblo y la justicia social. Y sobre todo, ojalá lo hagan por las buenas:

Tremblez, tyrans et vous perfides
L’opprobre de tous les partis
Tremblez! vos projets parricides
Vont enfin recevoir leurs prix!
Tout est soldat pour vous combattre
S’ils tombent, nos jeunes héros
La France en produit de nouveaux,
Contre vous tout prêts à se battre.

¡Temblad, tiranos, y también vosotros, pérfidos,
Oprobio de todos los partidos!
¡Temblad! Vuestros actos parricidas
van al fin a recibir su castigo.
Todos son soldados para combatiros
Si perecen nuestros héroes,
Francia produce otros nuevos
siempre dispuestos a luchar contra vosotros.

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San Juan y las notas musicales

Guido d'Arezzo (PD Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/Archivo:Guido_van_Arezzo.jpg)Aunque el verano haya empezado hace unos días, la fiesta popular que celebra la entrada de esta estación en el hemisferio norte fue anoche, acompañada de hogueras y, en los sitios de playa, de baños nocturnos y peticiones de deseos. Las raíces paganas de esta fiesta son muy evidentes, no sólo por el momento astronómico (el solsticio) y el protagonismo de fuego y agua (elementos purificadores), sino también por la celebración de la misma fiesta en muchos países tradicionalmente no cristianos, sobre todo del norte de Europa. Tal como ocurrió con otras festividades preexistentes, la Iglesia cristianizó la fiesta del solsticio dedicándola a san Juan, personaje que hoy destaca en el santoral.

No es el único caso en el que san Juan hace honor a su condición de bautista, es decir de “persona que pone nombre a algo“: también ha servido como pretexto para darle el nombre a las siete notas que componen la escala diatónica sobre la que se ha desarrollado nuestra tradición musical occidental.

Hasta hace aproximadamente 1.000 años, los sonidos de diferentes alturas se denominaban con las letras del alfabeto, de manera similar a la que todavía se emplea en los países anglosajones, empezando por el la (A) y terminando con el sol (G). El mayor inconveniente de este sistema es la imposibilidad de solfear las consonantes. La práctica del solfeo, bastante aburrida y frecuentemente árida desde el punto de vista pedagógico, tiene por otro lado una ventaja indiscutible: favorece la memorización de las notas de una pieza musical, algo particularmente importante para los monjes de hace un milenio, que necesitaban conocer un muy amplio repertorio de cantos litúrgicos para sus oraciones y no disponían de un sistema de notación musical suficientemente preciso.

Un monje de nombre Guido, nacido en la ciudad italiana de Arezzo, estuvo estudiando el problema del aprendizaje, el mantenimiento y la difusión del repertorio desde ambos puntos de vista: por un lado, mejorando el sistema de notación musical y, por el otro lado, inventando una forma de cantar la melodía que incluyera la información de la altura de las notas.

Los resultados de sus estudios fueron excelentes en ambas direcciones: entre sus inventos están el tetragrama -sistema muy moderno en su planteamiento ya que sólo necesitó ganar una línea para convertirse en el actual pentagrama- y la asignación de un nuevo nombre a las notas musicales, consistente en una sílaba que permitía vocalizarlas con su altura y duración exactas.

¿Cómo bautizó Guido las notas musicales? Echando mano a un himno dedicado justamente a san Juan, obra de Pablo el Diácono, que tiene una característica que lo hace especialmente adecuado para tal fin: cada nuevo verso del texto empieza con el siguiente grado de la escala diatónica.

Si observamos la partitura -en notación cuadrada sobre tetragrama- fijándonos en la clave de fa en tercera línea (se cuentan desde abajo) con la que se abre cada renglón, nos será fácil identificar la primera nota de cada verso: la nota de la sílaba UT es un do, la del RE de resonare es un re, mira tuorum empieza con un mi, y así siguiendo hasta llegar a labii reatum que comienza con un la. El si (nota menos usada en esa época por su difícil relación con el fa, hasta el punto que el intervalo resultante se solía llamar diabulus in musica) procede de las iniciales del santo, citado en el último verso: Sancte Ioannes.

El do mantuvo el nombre de ut (que sigue siendo utilizado en Francia) hasta el siglo XVII, cuando el musicólogo italiano Giovanni Battista Doni (otra vez nos encontramos con Juan el Bautista) cambió su nombre por la primera sílaba de su apellido (también hay quien afirma que usó la sílaba do pensando en la palabra domine, en referencia a la divinidad).

El siguiente vídeo es un fragmento de un documental sobre la historia de la notación musical de Howard Goodall, un compositor británico dedicado sobre todo a la música vocal y a las bandas sonoras. La película es un recurso muy útil para entender este momento fundamental dentro de la historia de la música, pues utiliza ejemplos muy claros y amenos, aunque contiene una pequeña inexactitud que no voy a desvelar, dejando que seas tú mismo/a quien se lo cuente a los demás lectores/as en un comentario.

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