Musicales: Rent, II Parte, por Guillermo Názara


Os presentamos la segunda parte del excelente artículo sobre el musical Rent por nuestro autor invitado Guillermo Názara, podéis seguirle en twitter: @MrNazara

Fueron siete largos años los que Jonathan necesitó para dar vida a la que sin duda era su obra más ambiciosa. Cada hora de descanso en el trabajo, cada día libre, cada momento de la noche en el que no tuviera que dormir irremediablemente… Cualquier momento era bueno para sentarse a componer las más de cuarenta canciones que conformarían la partitura original del musical. Durante meses, Jonathan llegó a aceptar varios turnos extra en el restaurante, de modo que sus fines de semana tuvieran las horas suficientes para poder desarrollar la compleja trama protagonizada por un grupo de artistas que luchaban por sobrevivir en el East Village neoyorquino; una trama que, por otra parte, más que un relato de ficción, era un retrato de su propia vida y la de sus amigos más cercanos.

Hacía tiempo que Jonathan había cortado relaciones con Billy Aronson, el dramaturgo que le había propuesto colaborar en la creación de un musical inspirado en la famosa ópera de Puccini, La Bohème. Tras su primera reunión, quizás la más provechosa de todas las que tendrían, Jonathan se puso manos a la obra para elaborar los primeros números del show; tarea que, por otra parte, le llevaría algo más de 3 meses. Después de varias semanas de expectación, en las que el escritor desconocía por completo la trayectoria que su idea estaba tomando, por fin Aronson recibió una llamada del compositor; había llegado el momento de enseñarle sus progresos.

Lo cierto es que las expectativas de Aronson eran, cuanto menos, poco halagüeñas. Desde que le había comentado su iniciativa a Jonathan, el dramaturgo no podía dejar de pensar que, quizás, actualizar una historia de amor propia del siglo XIX era una pésima idea y, en definitiva, una completa pérdida de tiempo para ambos autores. Por supuesto, no ayudaba el hecho de que el compositor interpretara su partitura en un teclado destartalado -cuya sonoridad distaba mucho de la de un piano- y en un piso en el que, para acceder, había que lanzar las llaves del portal desde el balcón. 

No obstante, la actitud de Aronson cambió radicalmente en cuanto los acordes de I Should Tell You comenzaron a flotar por la sala. Un mar de emociones invadió de pronto su cuerpo: felicidad, tristeza, nerviosismo… Todos los sentimientos de los que somos presas al enamorarnos estaban presentes en aquella canción. Aronson no daba crédito: en tan solo un puñado de pentagramas, Jonathan había sido capaz de plasmar una de las pasiones más complejas y universales del ser humano. No había duda de que esa pieza era el germen de algo muy grande. Sin embargo, las constantes discrepancias entre los autores obligaron a Aronson a abandonar el proyecto. Desde ese momento, Jonathan se convertiría en el único compositor, letrista y guionista de la obra; un reto que estaba dispuesto a superar, pero que sin duda conllevaría grandes esfuerzos y sacrificios.

Fueron muchas las cartas de rechazo que el joven artista recibió mientras luchaba por hacer que Rent dejara de ser un mero proyecto y se convirtiera en la meta con la que él había soñado desde su llegada a Nueva York. Quizás era por la oscuridad de la trama, quizás por su fuerte crítica social; la cuestión es que allí donde Jonathan probara suerte para que produjeran su obra, siempre le daban la misma contestación. Era duro admitirlo -y más después de haber dedicado siete años a su creación-, pero tal vez el destino de la obra era permanecer como una ilusión; algo que posiblemente nunca se volvería realidad. Curiosamente, tan solo hicieron falta unos días más para que ese halo pesimista se desvaneciera y el devenir del musical cambiara por completo.

Jonathan no daba crédito. Después de tanto tiempo haciéndose a la idea de que su musical jamás pisaría las tablas de ningún teatro, de repente la suerte de su obra había sufrido un cambio radical: el New York Theatre Workshop había incluido a Rent en la programación de su nueva temporada. Al fin, Jonathan tenía la oportunidad de dar a conocer su visión sobre la sociedad actual, su crítica a las injusticias que sufrían tanto él como sus más allegados, y sobre todo, su extraordinario talento. Sin duda, esta producción no era algo que tomarse a la ligera; a fin de cuentas, de ella dependía que algún espectador desarrollara el suficiente interés como para que, en cuestión de meses, las letras de Rent pasaran de estar impresas en el cartel de un pequeño tablón de anuncios a iluminar a los viandantes de Times Square.

Entre los diversos profesionales y aficionados al teatro que habían asistido al estreno, se encontraba Jeffry Seller, quien –aunque, de momento, lo ignoraba- sería el responsable del nuevo rumbo que el musical estaba a punto de tomar. Jeffry ansiaba encontrar una obra cargada de la misma dosis de ingenio y trasfondo que las que solía ver durante su infancia y adolescencia; una misión que, a pesar de sus diez años trabajando en la Gran Manzana como publicista y productor teatral, había resultado fallida hasta el momento. No obstante, Renttan solo necesitó unos minutos para conectar con el empresario, quien en seguida se quedó prendado con la increíble profundidad de la historia. Jeffry lo tenía muy claro: quizás esa obra no contaba con ostentosos decorados y sorprendentes efectos especiales, pero su calidad dramatúrgica era asombrosa; en su opinión, Broadway llevaba años careciendo de ese don.

Al concluir la función, Jeffry se dirigió a Jonathan para darle la noticia. Una vez más, Jonathan estaba absolutamente estupefacto; el tremendo rechazo con el que había lidiado durante años estaba siendo sustituido por un increíble apoyo y aceptación hacia su obra. Sin embargo, no todo iba a ser frases de ánimo. Jeffry creía en la pieza, pero lo que había visto estaba muy lejos de ser un producto que llevar a la escena. A fin de cuentas, la mayoría de los espectadores se habían dedicado a mirar sus programas y relojes tras los dos primeros números; sin duda, había mucho que corregir y mejorar. Lo cierto es que Jonathan no había encajado esa crítica demasiado bien, pero la pasión que sentía por lo que había creado era muy superior a su orgullo; si era necesario cambiar algo, estaba dispuesto a colaborar.

Pasaron varias semanas hasta que Jonathan dio con la fórmula correcta para contar su historia. Había sido un período muy intenso, repleto de interminables y agotadoras jornadas de reescritura, buscando la manera de hacer de Rent algo entretenido, profundo y, sobre todo, memorable. No había sido una tarea fácil, pero al fin, Jonathan había logrado terminar la versión definitiva de su pieza. Los ensayos ya habían comenzado; el proyecto en el que se había entregado en cuerpo y alma durante años estaba a punto de vivir su estreno Off-Broadway. Jonathan lo había conseguido, en cuestión de días, compartiría con el gran público su concepción de lo que para él era el auténtico teatro musical. Sin embargo, nunca conocería el éxito que su obra iba a cosechar…

El día anterior a la premier, Jonathan falleció en su apartamento. Tanto el elenco como el resto de creativos estaban devastados. Resultaba difícil creer que alguien tan importante para ellos y para el propio show se había ido para siempre. La noche siguiente, el equipo decidió ofrecer una función especial en honor de su compañero. En lugar de actuar, se limitaron a leer el texto y entonar las canciones; era su forma de mostrar su respeto a aquel talentoso artista y magnífica persona que ya nunca volvería. 

Varias representaciones después, Rent ya se había convertido en un auténtico fenómeno teatral. Tan solo hizo falta un mes para que los productores decidieran trasladar el musical a Broadway, que se convertiría en su residencia permanente durante más de una década. Tal acogida estuvo acompañada por una espectacular oleada de premios, incluyendo 6 Tonys y el tan prestigioso y deseado Pulitzer a Mejor Obra Dramática. Jonathan lo había logrado; su voz había llegado a la meca del espectáculo en directo, y estaba allí para quedarse. Desde entonces, Rent ha sido una de las obras más representadas tanto en EEUU como en otros países, además de una de las pocas piezas que han sido capaces de conectar tanto con el público como con la crítica. No cabe duda de que, aunque su triunfo haya sido póstumo y proceda de un solo trabajo, Jonathan Larson se ha vuelto una de las figuras más notables del teatro contemporáneo; un artista pleno que mediante su brillante guion y atrayente partitura ha conseguido abrirse a miles de espectadores, para compartir con ellos su genio y su alma.

Fuentes:
  • Documental “No day but today”.
  • Interview with Anthony Rapp by Broadway.com
  • Rent – Complete Book and Lyrics.

Fuentes Miss Saigón:
  • Documental “The Heat Is On In Saigon”
  • Miss Saigon Selected Sheet Music
  • Miss Saigon Original Cast Recording
  • Interview with Alain Boublil & Claude Michelle Schoenberg on the Today Show
  • Interview with Lea Salonga on the Today Show

Rent – Cuando el dolor y la injusticia dan lugar a un hito, por Guillermo Názara

Os presentamos un nuevo artículo de nuestro autor invitado Guillermo Názara, un verdadero conocedor y amante de los musicales, espero que lo disfrutéis. Podéis seguirlo en twitter @MrNazara


Al día siguiente, la ciudad de Nueva York amaneció radiante. Sus calles, vacías por tan solo unos instantes, estaban impregnadas de la alegría y la ternura que cada año aterrizaban en el West Village, colándose en miles de hogares y convirtiéndose durante semanas los únicos sentimientos de sus huéspedes. Ya hacía tiempo que el invierno había desembarcado en Manhattan, pero sus gélidas brisas y oscuras jornadas no habían servido de obstáculo para que aquella conmovedora sensación, a la que muchos apodaban <<espíritu>>, renaciera en el corazón de todo ciudadano como ocurría cada diciembre; la Navidad acababa de llegar a la Gran Manzana. 

Sin embargo, el otro lado de la isla se había despertado inmerso en un ambiente gris y lúgubre. Los vecinos, quienes tan solo ostentaban ese título por alojarse en sus contenedores y en las esquinas de sus callejones, merodeaban por las destartaladas manzanas en busca de alguna prenda con la que abrigarse o de algo mínimamente comestible que llevarse a la boca. El espíritu navideño había pasado de largo; se había acomodado en los hogares más opulentos de la ciudad y se había olvidado de aquellos que, en ningún momento del año -o incluso de su vida-, habían sido receptores del más mínimo detalle material o fraternal. 

Pero hacía tiempo que la exclusión había dejado de ser uno de sus peores problemas, pues un enemigo de origen desconocido había irrumpido inesperadamente en su comunidad y amenazaba con destruir a todo aquel que se interpusiera en su camino. El miedo y la angustia se propagaban por cada rincón del East Village a pasos agigantados, cuyos habitantes eran conscientes de su impotencia para enfrentarse a un rival tan sumamente despiadado. 

De nada servía pedir ayuda. Sus constantes gritos de auxilio no hacían sino incentivar el rechazo de las más altas esferas, que condenaban a las víctimas de tan cruenta masacre, acusándolas de ser las responsables de su propia desgracia. Por otro lado, nadie podía hacer nada para mitigar aquella ola exterminadora que arramplaba con ferocidad por las calles de Nueva York. Sus heridos suplicaban, pero casi nadie escuchaba. Los mártires de aquel veloz exterminio se habían convertido en un incómodo tabú que los había apartado definitivamente del resto de la sociedad. Eran los 90 y el SIDA estaba ganando la batalla. 

Jonathan Larson, por aquel entonces tan solo un simpático y peculiar camarero de una de las hamburgueserías más concurridas de la Gran Manzana, no podía dar crédito a la trágica situación que, en aquel momento, muchos colectivos y minorías se veían obligados a afrontar completamente solos. Siempre había detestado la discriminación, sobre todo la que, desde hace tanto tiempo, se había llevado a cabo en contra de los homosexuales. Era un tema que le indignaba especialmente, no porque él hubiera sido víctima de tales acosos, sino porque afectaba a una de las personas que más quería del mundo. 

Cuando eran adolescentes, Matthew, su mejor amigo, decidió que Jonathan fuera el primero en saber que era gay. Confesarlo no le había resultado nada fácil, pero jamás se arrepintió de haberlo hecho. Desde ese instante, Jonathan se convirtió en su roca. Lo apoyaba constantemente, incluso en los incómodos momentos en los que Matthew tenía que comentar su sexualidad a gente que no era capaz de comprender que un hombre pudiera sentirse atraído por otros hombres. Pero ese miedo a hablar abiertamente sobre quién era se había disipado hacía bastante tiempo. A fin de cuentas, ya no tenía motivos para temer que lo excluyeran; sabía que Jonathan siempre permanecería a su lado. 

Ahora, varios años después, Jonathan volvía a ser el primero en conocer algo nuevo sobre Matthew. La única diferencia era que esta vez no se trataba de un rasgo o una faceta suya, sino de una espantosa noticia en la que, repentinamente, su amigo se había visto involucrado: Matthew acababa de ser diagnosticado como enfermo del SIDA. La situación era muy grave; los médicos le habían aconsejado que pusiera sus asuntos en orden cuanto antes. Era cuestión de meses que el temido desenlace tomara lugar. Por un momento, Jonathan se quedó congelado. Reaccionar ante tan fatídica novedad era casi imposible; estaba a punto de perder a una de las personas más importantes de su vida… 

Aún conmocionado, Jonathan intentó tranquilizar a Matthew. <<Todo va a salir bien>>, repetía una y otra vez; pero lo cierto es que sus palabras no eran más que un improvisado parche con el que disimular el dolor y, sobre todo, el miedo que sentía. Lo que Matthew padecía no tenía cura, por lo que pensar que su amigo se recuperaría no era siquiera una ilusión; era un autoengaño. No obstante, no iba a permitir que la amargura y la desesperación consumieran a Matthew tal y como estaban haciendo con la mayor parte de la gente que pasaba por la misma situación. Apoyaría y ayudaría a su amigo en todo lo que pudiera. Desde ese momento, ninguna cosa más ocuparía su mente. Lo que no sabía es que pronto esta empezaría a obsesionarse con la creación de su obra maestra. 

Unos pocos días después, Matthew descubrió una pequeña organización dedicada a la asistencia de enfermos del SIDA. No ofrecía métodos para sanarse, pero sí para sobrellevar el terrible trago que sus víctimas estaban pasando. No había nada que Matthew necesitara más en esos momentos que comprensión, no por parte de sus allegados, sino de aquellos que se sentían y se enfrentaban a lo mismo que él. No obstante, precisaba que, una vez más, su mejor amigo fuera partícipe de esta experiencia. 

Aquella mañana, ambos acudieron a la reunión. Allí, ante un puñado de atentas miradas que, en lugar de juzgar, mostraban su compasión, Matthew pudo expresar libremente el pánico que padecía, además de la rabia y la frustración que, día tras día, asolaban su mente. Una agradable sensación de satisfacción invadió los cuerpos de Matthew y Jonathan. El primero, por haber logrado compartir sus anécdotas y sentimientos con gente que los había vivido en su propia piel; el segundo, por haber encontrado la escena perfecta con la que denunciar las tremendas injusticias que, por aquel entonces, gente como su mejor amigo estaba sufriendo; y, en consecuencia, el argumento de una obra que muy pronto revolucionaría Broadway y que lo consagraría a él, Jonathan Larson –al que muchos veían como un músico fracasado condenado a pasarse el resto de su vida sirviendo mesas-, como artista.