La visión que se tiene del mundo de la música clásica, y especialmente de sus conciertos como acto de entretenimiento, es bastante clara y definida. Especialmente entre el público joven. En un estudio realizado por Bonita M. Kolb y oportunamente titulado ¿A esto le llamas diversión?, cuando se les preguntó a los jóvenes por sus gustos musicales, ninguno de ellos tuvo en cuenta el género clásico. Lo definieron como música de fondo, un género sin ninguna relevancia en sus vidas.
Para definir a la audiencia de los conciertos clásicos utilizaron adjetivos como viejos, de clase alta, con alto nivel cultural y con unos conocimientos especiales que les permiten entender la música clásica. Como si de un poder mágico se tratara, de un estatus inalcanzable para cualquier persona de a pie.
Como parte del estudio, se llevó a ese mismo grupo de jóvenes a un concierto de música clásica, del cual opinaron que:
- Era demasiado largo
- Todo el repertorio se parecía
- La audiencia que les rodeaba era de generaciones más mayores, lo cual les hacía sentirse fuera de lugar
- La vestimenta de los músicos era de funeral: echan de menos color en el vestuario, aunque vayan elegantes o uniformados
- Era aburrido porque no tenía ningún elemento visual que acompañara a la música
- Pensaban que debían vestirse formalmente, y se sorprendieron al ver que no era necesario
- No había comunicación entre los músicos o el director con el público
- Se sintieron incómodos por los protocolos en torno al aplauso
- Echaron de menos alguna información sobre las obras que no fuera el programa de mano
A pesar de estas apreciaciones negativas, los jóvenes estudiantes que participaron en el estudio dijeron que la música clásica en sí les había sorprendido positivamente. Reconocieron algunas piezas porque se utilizaban en anuncios, tv o cine, y se sorprendieron de que piezas, como por ejemplo Sibelius, se consideraran música clásica.
En general, la imagen que tenían de los conciertos de música clásica se les confirmó en cierta parte, sin embargo, muchos declararon que la música en sí les resultó atractiva y que, con las mejoras pertinentes, asistirían a más conciertos.
Estamos entonces ante una imagen de los conciertos clásicos y de la música clásica muy rígida, protocolaria y anticuada. Esta imagen se ve reforzada en las salas de concierto, que no resultan nada atractivas a los jóvenes. La sala de concierto se percibe como un espacio reservado para un público muy concreto, una pequeña esfera de entendidos en el que cualquier intruso se siente fuera de lugar. Está en nuestra mano cambiar esa imagen y evolucionar para adaptarnos a las necesidades de la sociedad.
Como vemos en los estudios que se realizan, no es el público el más reticente a que estos protocolos cambien en los conciertos, sino los propios músicos. Como dice Serra en su artículo Juventud y Música “En un reciente estudio realizado precisamente entre los asistentes a los conciertos de El Teatre Instrumental se daba la curiosa circunstancia de que los más reacios a aceptar el nuevo formato de sus actuaciones eran precisamente otros músicos que asistían como oyentes. En cambio, muchos aficionados a la música clásica de toda la vida hablaban de aire fresco y de haber experimentado nuevas emociones, y la mayoría de los que acudían por primera vez opinaban que con este tipo de conciertos habían descubierto lo maravillosa que podía ser la música clásica. ¿A quién hay que educar de otra manera, al público o a los músicos y programadores?”
La pelota está en el tejado de los músicos y las instituciones culturales. Es nuestro papel acercar la música a todo tipo de público, demostrar que se puede disfrutar de ella al margen de la edad o de los conocimientos que se tengan. La música es un arte vivo, y los músicos somos el museo que puede conectar todas las obras maestras con el público. Es hora de emprender nuevas formas de concierto y de salir de nuestro encerramiento.
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