La prueba no puede ser más fácil: di “na na na na na na” como si hablaras, en la nota que te de la real gana.
Ahora.
En serio, hazlo. “Na na na na”
.
.
.
Esta entrada del blog tiene ojos y sé que aún no lo has hecho. Hazlo, aunque sea sin voz. “Na na na na na”
.
.
.
No, esta entrada no tiene ojos, pero hazlo, en serio.
Cuando lo haces, ¿cómo estás articulando la N?
La gran mayoría de las personas lo hace de una de estas dos formas:
- Moviendo la mandíbula de arriba a abajo, “mordiéndose” la lengua.
- Moviendo la punta de la lengua de arriba a abajo.
¿Cuál es la correcta? Antes de decírtelo, di otra vez “na na na na na” y fíjate cuál de estas dos haces.
No seas del grupo de los listillos y hazlo antes de seguir leyendo.
.
.
.
No me gustan los listillos. “Na na na na”
.
.
.
Sí, a mí también me habría costado hacerlo antes de seguir leyendo.
Si lo has hecho moviendo la mandíbula, ya tienes algo en lo que trabajar, porque no es la forma correcta.
Haciendo honor a nuestro lema “cantar tiene que ser fácil”, si pronuncias la N moviendo la mandíbula estás haciendo mucho más esfuerzo que si usas sólo la lengua.
Estás moviendo muchos más músculos, con lo que estás gastando más energía. Músculos que no necesitas.
Dicho de otra forma, para cantar bien hay que hacerlo con la mayor vagancia posible. No nos gusta cansarnos. Ley del mínimo esfuerzo.
Cuanto menos hagas al cantar y obtengas el mayor resultado, menos se fatiga tu voz, más te durará. Bye bye molestias.
Si te parece una locura microgestionar a estos niveles, aprender a pronunciar una sola consonante, estás en lo cierto. Es mucho curro.
Lo que no es tanto curro es darte de alta en nuestra lista de correo. Lo puedes hacer un pelín más abajo.
Este artículo El 50% fallará el test pertenece a VoKalo.
Mi amigo Albert, que lee este blog, ya se estará riendo…
Sólo leer el título de este correo sabe exactamente qué historia voy a contar.
Pero yo me acuerdo de otra historia que tiene que ver con una baqueta de batería y un ventilador lleno de polvo a toda potencia.
Pronto contaré esa historia también.
Una historia que demuestra que a veces es mejor tener enemigos que amigos.
Al grano.
Año 1.999 en el Instituto Joan Pelegrí, Barcelona. Yo tenía 15 años.
Eran las 8 de la mañana, no recuerdo de qué día, pero hacía frío. Supongo que sería enero, porque estaba empezando a amanecer.
A primera hora teníamos lengua catalana, con el demonio/profesor Cubero. Un cabronazo de esos que se dedican a la enseñanza cuando deberían haber sido cobradores de impuestos.
Todo el mundo le tenía miedo. Hasta el más gamberro de todos.
El caso es que yo no tenía silla (las habían movido) y tenía que pasar por detrás de Cubero para coger una.
Aún no habíamos empezado la clase y todo el mundo estaba hablando. Había mucho ruido.
Total, voy, cojo la silla, me la subo a la cabeza con la mala suerte de poner el respaldo hacia abajo en vez de hacia arriba.
Paso por detrás de Cubero de nuevo y… ¡¡¡BOOM!!!
Noto que la silla choca con algo, pero no me enteré de con qué. Me extrañó que todo el mundo se callara de golpe, pero seguí mi camino hasta mi sitio.
Silencio sepulcral…
Me siento y veo a Cubero con la cabeza entre las manos y encima de la mesa. Algo helado recorrió mi espina dorsal de arriba a abajo.
Tío, le has abierto la cabeza con la silla.
Ya me podía dar por muerto.
Fui como un loco a pedirle perdón (realmente me sabía mal), pero gritó que me sentara y empezó la clase con normalidad.
Al día siguiente los compañeros de otras clases que lo tuvieron me dijeron que tenía el ojo derecho lleno de venas rojas.
En el cambio de clase, a la hora siguiente, no sabía cómo pero todo el instituto lo sabía.
Campañaaaa, ¡craaaack! – Cómo te has pasado con el Cubero, ¿eeeeh?
¿Por qué? Porque todo nadie soportaba a Cubero.
De repente todo el mundo sabía quién era yo, y además me llamaban por mi apellido (señal de respeto).
Nada nombres de pila, nada de apodos (como aquel al que llamaban «Culo de pera» porque rimaba con su apellido).
Siempre pasé desapercibido, hasta ese día… aunque no me siento orgulloso, por poco me gustara Cubero.
¿Por qué te cuento esta historia?
Esta entrada del blog no es para los que cantan. O al menos no directamente.
Es para las personas de alrededor de los que cantan.
He visto mil veces cómo familiares y amigos machacan a los que cantan. Da igual si lo hacen bien o si lo hacen mal. Siempre tienen algo malo que decir
Así que a esas personas les digo: no seas un Cubero.
Siendo un Cubero no ayudas a nadie. No se “es un cabrón” para ayudar a los demás.
Si eres un Cubero, la gente se alegrará cuando sufras.
En vez de eso, conviértete en el apoyo que la gente necesita. Esto no quiere decir pintar todo de color de rosa. Si hay que decir verdades, adelante.
Y si hay que apuntarse a nuestra lista de correo. Adelante. Bueno, abajo.
Este artículo El día en el que golpeé a mi profesor con una silla pertenece a VoKalo.
Por: Redacción
Los raperos de Puerto Rico más pegaos
Esta isla del Caribe es todo un crisol de cultura musical.
Desde la salsa hasta el reggae, pasando por todos los géneros imaginables, todos han convivido en un pequeño país dando lugar a los sonidos que están presente en todas las discotecas del mundo.
Era un día como otro cualquiera. Mi familia y yo habíamos ido a visitar a mis abuelos.
El día transcurría con total normalidad, o al menos no recuerdo que pasara nada especial.
De repente, me entraron ganas de hacer pis y fui al lavabo.
Todo bien… hasta que llegó el fatídico momento… no era capaz de abrir el cerrojo de la puerta del lavabo porque no llegaba para abrirlo (no sé cómo lo pude cerrar).
Estaba encerrada en una habitación pequeña, sin salida.
¿Qué iba a comer? ¿Dónde iba a dormir?
Estaba desesperada. No sabía qué hacer, así que hice lo mejor que puede hacer una niña de esa edad para solucionar sus problemas: llorar con todas mis fuerzas.
Si nunca te has quedado dentro de un lavabo sin posibilidad de salir cuando eras niño, no entenderás el miedo que pasé.
¡No te estoy hablando en broma! Te lo digo de verdad. Auténtica desesperación.
Mi abuelo oyó mis berridos y vino a ver qué pasaba. Se lo expliqué entre sollozos, con toda la desesperación posible, pero él no perdió la calma.
Es más, empezó a decirme qué tenía para salir.
Me preguntó si veía algo en donde subirme para poder abrir el cerrojo, pero yo estaba nerviosisima y lo único que podía ver era mi final. No había nada en ese lavabo que me pudiera salvar el pellejo.
Había tenido una buena vida… feliz. La verdad es que podía haberme conformado con eso.
Pero mi abuelo me dijo si podía ver la báscula, acercarla a la puerta, subirme y abrir el cerrojo.
Entre lágrimas y mocos lo intenté, ya resignada a pasarme ahí toda la vida (o lo que me quedaba de ella).
Me subí a la báscula, me subí y… abrí el cerrojo sin mayor problema.
Esa frustración que viví de niña, los adultos también la vivimos. Nos ofuscamos con algo y no vemos más allá.
Lo veo CADA DÍA con los cantantes. No llegan a esa nota aguda y se desesperan, intentan lo mismo una y otra vez, golpeándose contra un muro, con pura desesperación.
“No lo voy a conseguir nunca” son palabras que oigo a menudo en esos momentos.
En ese momento me convierto en el abuelo de esa persona, no pierdo el control, y les guío para que encuentren esa báscula.
Y de repente vuelves a tener toda una vida por delante.
¡Ah! También tienes justo aquí delante (más bien debajo) la forma de suscribirte a nuestra lista de correo. Gratis.
Este artículo El día en el que casi me muero pertenece a VoKalo.