La imagen de Pina Bausch que aflora en mi memoria es la de la Elegida, la adolescente condenada por su tribu a bailar hasta la muerte para que, gracias a su sacrificio, la vida vuelva a brotar sobre la tierra una primavera más. Han pasado muchos años desde que disfruté por primera vez de su coreografía de la Consagración de la primavera, la obra maestra de Igor Stravinsky, más de treinta, pero recuerdo perfectamente lo impresionado que me dejó. Sus movimientos convulsos y espasmódicos, sincronizados con los sonido más crudos y viscerales que pueda producir una orquesta sinfónica, expresaban de manera muy directa las emociones que la joven siente frente a la muerte, con la que lucha con todas sus fuerzas aunque sabe que es inevitable.
Y así me la imagino, aunque no quisiera, en los últimos instantes de su vida, en una lucha desigual contra la despiadada enfermedad que pudo con su cuerpo pero no con su espíritu, que, al igual que el de la Elegida, sigue vivo en la naturaleza revivida, perdura en su obra y en la de los bailarines y coreógrafos que de ella han aprendido una nueva manera de expresarse con el movimiento.
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