Las letras de los himnos nacionales, cuando existen, suelen estar cargadas de un patriotismo que, fuera del contexto en que han surgido, parece cuanto menos incómodo y políticamente incorrecto. Ya lo vimos cuando hablamos del himno nacional alemán, de cuya versión oficial se suprimieron ciertas referencias a las fronteras de la época de su composición, que, sonando a reivindicación, herirían hoy en día la susceptibilidad de
un buen número de países vecinos y amigos.
En el caso de La Marsellesa, compuesta por Rouget de Lisle en la noche entre el 25 y 26 de abril de 1792 y adoptada como himno nacional por Francia hace exactamente 216 años, el texto está tan vinculado al contexto bélico original como para causar recelo no sólo entre los foráneos (sobre todo los austríacos, sus enemigos en la guerra que acababa de empezar) sino también entre muchos franceses que no se reconocen en un texto que en muchos momentos incita a la violencia.
Sin embargo, tal como ocurre con toda la literatura, máxime la histórica, suele haber un esfuerzo de contextualización por parte del lector (o del oyente) para evitar emitir juicios de valor precipitados. En ese momento, Francia acababa de iniciar la revolución que renovó Europa, eso sí, a costa de una terrible violencia que se justificaba -y se sigue no sólo justificando sino admirando por el heroísmo que conllevó- por luchar hasta acabar con un sistema político y económico basado en la injusticia y las desigualdades sociales.
Este concepto ya lo había dejado claro más de un siglo antes otro francés, Jean de La Fontaine, en su fábula Les loups et les Brebis, que narra cómo los corderos, que habían firmado la paz con los lobos, fueron exterminados al cabo del tiempo por los lobeznos ya crecidos que no respetaron el pacto suscrito por sus padres. La moraleja de esta fábula, anotada por Igor Stravinsky en la partitura de su ballet Jeu de cartes, nos recomienda:
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Qu’il faut faire aux méchants guerre continuelle. |
Hay que luchar sin tregua contra los malvados. |
Una simple fábula basta para dejar bien claro que, al fin y al cabo, aparte de las referencias a los hechos y a las nacionalidades concretas, el texto de La Marsellesa sigue teniendo una alarmante actualidad. El pacto tácito que ha ido manteniendo la paz social durante tantos años se está desintegrando y ha aparecido una nueva horda de lobos feroces bajo un eufemismo, los mercados, que pretende ocultar la violencia que este colectivo de especuladores sin escrúpulos ejerce contra el pueblo, contra los trabajadores y trabajadoras, arrebatándole el fruto de sus esfuerzos, contra los y las jóvenes, destruyendo sus proyectos de futuro, contra estados enteros, doblegados frente a esos auténticos terroristas financieros con la connivencia de sus gobiernos que, por incapacidad o por interés, producen con sus actuaciones una cada vez mayor desigualdad social y utilizan a las fuerzas de policía contra los que se atreven a pedir justicia en vez de contra los causantes de las injusticias.
Dejemos entonces de contextualizar y leamos La Marsellesa como si fuera lo que es: un texto tristemente intemporal:
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Que veut cette horde d’esclaves, |
¿Qué pretende esa horda de esclavos, |
Ojalá los gobernantes de todo el mundo cambien de rumbo y hagan lo que se espera de ellos: trabajar para el bien del pueblo y la justicia social. Y sobre todo, ojalá lo hagan por las buenas:
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Tremblez, tyrans et vous perfides |
¡Temblad, tiranos, y también vosotros, pérfidos, |
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La melodía del himno nacional alemán fue compuesta por Franz Joseph Haydn con fines patrióticos que en absoluto estaban relacionados con Alemania, entre otras razones porque ésta todavía no existía como Estado unificado sino como rompecabezas de más de 30 territorios. Haydn, que nació muy cerca de Viena, en realidad compuso esta melodía para su emperador: en efecto, su título original, y su primer verso, era Gott erhalte Franz den Kaiser (Dios salve al emperador Francisco). Con los cambios necesarios para adaptarlo a la sucesión al trono, siguió como himno del Imperio Austrohúngaro hasta el fin de la I Guerra Mundial.
Sin lugar a dudas, Karajan es el director de orquesta más conocido entre el gran público. Hasta los que nunca han oído una nota dirigida por él conocen su apellido (que no su nombre, que muchos creen que es Adagio). Esa popularidad se debe, además de a sus cualidades musicales y perfeccionismo, a que supo vislumbrar el potencial comercial de la tecnología y la empleó a fondo para la difusión de su trabajo. En efecto, nos ha dejado una discografía inmensa, casi un millar de discos, además de un gran número de grabaciones en vídeo, entre las que destacan las sinfonías de Beethoven.